CHEFS COLOMBIANOS

IVÁN CADENA
Esta es la primera entrevista de este joven y talentoso cocinero, pero como se trata de hablar de lo que más le apasiona, disfrutó al máximo compartir su experiencia. Nació en Bogotá hace 31 años, pero gran parte de su infancia la pasó en la finca ganadera familiar en Tame, Arauca. Trabajó como sous-chef de Virgilio Martínez, uno de los cocineros más importantes de Latinoamérica, en el restaurante Central en Lima, Perú, recientemente galardonado como el cuarto mejor del mundo. Se define como un niño inquieto que se trepaba en calzoncillos a bajar mangos y toda clase de frutas en los árboles de la finca en el pie de monte llanero. Asegura que de ahí, de sus andanzas en el campo, que hacen parte de sus raíces y de su historia, es donde surge la inspiración, el amor por la comida y lo que él es en esencia como cocinero.
“No hay nada más importante que un pueblo con identidad”, y por esta razón cree que una de sus misiones dentro del panorama culinario nacional es “transmitir el mensaje de valorar y aprender de nuestros productos y disfrutar de comer local ya que a la larga es más fresco y sano”. Dentro de pocos meses “se lanza al ruedo”, como él afirma, con su propio restaurante que se llamará Mesa Franca, ubicado en Chapinero Alto en Bogotá, un lugar que lleva cocinando a fuego lento desde hace dos años. “Se trata de un espacio que ofrecerá una cocina con sabores muy colombianos. Pienso que muchos tenemos algo de pueblo en nuestro corazón, al menos sé que yo en el mío, y quiero resaltar el orgullo de ser donde nací y transmitirlo en mis platos”.
Iván no ha tenido oportunidad de viajar mucho ni de conocer tantas cocinas del mundo, pero tiene la facilidad de registrar recuerdos relacionados con los cinco sentidos ligados a su memoria gustativa. “Mis inspiraciones son sencillas, me fluyen y a veces hasta me sorprendo. Para un restaurante hice unos raviolis de plátano maduro, los cuales nacieron de una preparación que hacía mi mamá cuando yo era chico. De puros recuerdos y registros es de donde sale lo que cocino, es bonito”.
En su cocina jamás pueden faltar el ají ni la panela, aunque siente gran fascinación por los sabores cítricos. Su comida es sencilla, honesta y en ella destaca el ingrediente como gran protagonista. Lo más difícil que ha tenido que afrontar como cocinero es que, si bien es empírico, ha tenido la posibilidad de trabajar en las cocinas no solo de grandes chefs, sino de importantes empresarios y esto lo ha retado a ser mejor cada día. Adora bailar y comer empanadas vallunas, “en una sentada puedo comerme diez. Eso es la libertad absoluta”, dice sonriendo. Tiene claro que de última cena le gustaría una ternera a la llanera con yuca, ensalada y ají.

MARCELA ARANGO
Esta bogotana de 34 años combina su pasión por la cocina con su amor por los animales. Vive en La Calera junto con su novio, socio y cocinero Camilo Ramírez, con once perros y cinco gatos, todos criollos y recogidos en la calle. Si bien nació en la capital estuvo hasta los 12 años en Santa Marta y asegura que esto influyó en sus sabores y en la forma de cocinar. Marcela adora comer y cocina desde que tiene nueve años. “Fui una niña gordita y golosa”, explica. Antes de estudiar esta profesión, le gustaban el cine y la fotografía, pero decidió cambiar el rumbo e irse a profesionalizar como cocinera en Argentina, aunque admite que si hubiera tenido el talento, adoraría ser cantante.
Su restaurante se llama El Ciervo y el Oso, el cual nació como un espacio de tolerancia, donde un vegetariano y un carnívoro pudieran compartir libremente la mesa sin diferencias ni radicalismos. A mediados del año abrirá una nueva sucursal en una casa de Quinta Camacho en Bogotá. Al momento de pedirle que nos hable de lo que sirven dice que “desde nuestra cocina quisimos valorar recetas, técnicas y sabor tradicionales, con un fuerte énfasis en los vegetales que son de gran riqueza en el país y al mismo tiempo más sostenibles. Trabajamos con cocciones y técnicas ancestrales utilizando el carbón, las hojas y las ollas de barro, destacando los ingredientes colombianos”.
Marcela es una mujer de retos y una de las más reconocidas dentro de la industria gastronómica no solo nacional, sino que trascendió fronteras. Su famoso “Reto del cubio” consistía básicamente en que una persona debía preparar una receta con este tubérculo, compartirla en redes sociales y luego retar a algún amigo a que se atreviera a sorprender con la suya. En promedio, hubo un total de 200 publicadas y con estas está haciendo un libro. Pero además está enfocada en lograr que los colombianos nos enamoremos de nuestros ingredientes, de nuestra cocina y cree que esto es primordial antes que sacarla y mostrarla internacionalmente. “Veo que esto ya está pasando y muchos cocineros lo estamos haciendo desde nuestros restaurantes. Hay que apropiarse de la gastronomía local y me alegra saber que las nuevas generaciones van por ese mismo camino”.
“Yo no he pretendido nada diferente que cocinar rico y que los clientes tengan una opción sabrosa para comer. Estoy muy comprometida con aprender de la gastronomía nacional, quiero conocer y utilizar más ingredientes locales, haciendo preparaciones más autóctonas”, dice sin titubear. Ella sabe que forma parte de una generación de amigos y cocineros con los que tiene vínculos muy fuertes, que además están dispuestos a arriesgarse y que creen en las herencias culinarias y lo que el país tiene para ofrecer.
La comida evoca y convoca recuerdos y esto es la base de su cocina a la hora de crear. “Tengo muy mala memoria, pero algo que nunca se me olvida son los sabores y los referencio con situaciones vividas. Me gusta que a los clientes les pase lo mismo y que con nuestros platos se generen recuerdos. A veces pasa que te demoras 24 horas haciendo una preparación, el cliente se la come en cinco minutos y no quedó nada, mi interés es que la experiencia sea tan rica que se grabe en la memoria”.
Los sabores criollos la transportan, pero si quiere sucumbir en el pecado, un helado y una pizza hawaiana, pero sin jamón, aclara, son su perdición. ¿Y de última cena? “Una mesa de fritos colombianos, de empanaditas, migas, marranitas, aborrajados, arepitas de huevo, carimañolas con diferentes ajís”, contesta.
MARÍA CAMILA GARCÍA
Bogotana pero llanera de corazón. Tiene 36 años y la comida siempre ha estado en su sangre, ya que su familia ha tenido restaurantes, razón por la cual pasó su infancia y niñez en las cocinas. Al oírla, es fácil evocar la novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, donde Tita, la protagonista, que creció entre atoles y cebollas desarrolló una pasión infinita por la cocina, al igual que María Camila, quien se saborea hablando de su historia.
Cuando se le pregunta por su labor con la cocina del llano, afirma: “Me he destacado porque he comenzado a trabajar y estudiar los sabores de esta región. Mi interés ha sido mostrar otros platos distintos de la ternera”. Tiene el restaurante Bastimento desde hace siete años en Villavicencio y sabe que es una región colombiana no tan conocida gastronómicamente. “Este fue el primer lugar que le apostó a una cocina llanera a manteles”, dice. Dentro de su oferta hay platos típicos regionales, pero también están sus propias recetas pensadas y creadas utilizando ingredientes de la región, como los ñoquis de plátano y el carpaccio de mamona, donde como dice “busco serles fiel a las recetas ancestrales y a las de las cocineras tradicionales”.
Es bien sabido que la comida, al igual que la música, evoca recuerdos, y en los platos de María Camila hay remembranzas de cocinas de la casa y de sabores muy regionales, recuerdos del hogar y la infancia como los tungos, el ají de leche y el pisillo y es ahí donde radica su reconocimiento en la zona.
Parte de su investigación y aprendizaje de la cocina llanera, que nace además por las historias que le transmitía su papá cuando andaba de correrías por la finca ganadera, dieron como fruto un libro que trabajó junto con la Gobernación titulado Sabores y Saberes en la cocina del Meta, en el cual se recopilaron recetas de la región, buscando hacer un documento que tuviera historias que contar. “Mi participación fue hacer las recetas, las fotos y reunir la información que estaba dispersa en distintos libros y papeles”.
Entre sus retos y objetivos profesionales y personales busca que los agricultores y pequeños campesinos tengan más relevancia tanto en el país como en la industria gastronómica. No imagina su cocina sin plátano, hierbas frescas e ingredientes locales. Si el mundo se fuera a acabar mañana le encantaría de última cena una punta de anca, con spaguetti pomodoro y mucho parmesano.
JENNIFER RODRÍGUEZ
A esta mujer la vimos en televisión hace algunos años, ya que fue la ganadora del reality Cocineros al Límite, en el que tenía que competir con un grupo de cocineros de Latinoamérica. Y tal vez la más sorprendida por haber ocupado ese primer lugar fue ella misma. “Nunca pensé que ganaría, porque había gente muy profesional, pero haber tenido la oportunidad de transmitir los sabores colombianos fue para mí una experiencia única”, afirma. Jennifer es chiquita de tamaño y edad, pero grande y fuerte en personalidad, tiene claro lo que le gusta y lo que no. Es muy firme y coherente en sus convicciones.
La cocina le llega por pura necesidad, puesto que cuando estudiaba electrónica no encontró trabajo en ese oficio, así que como desde siempre cocinaba en casa, decidió dedicarse a esto. Inicialmente tuvo un restaurante en Mesitas del Colegio, donde nació hace 28 años. Allí servía recetas criollas que eran bien recibidas. Pero con el paso del tiempo, con lo aprendido, viajado y estudiado a través de libros y amigos, ella crea sus propias fórmulas utilizando ingredientes de la zona. Mestizo es un restaurante familiar donde se cocinan sabores colombianos y el protagonista es el producto local. “Mi cocina nace en Mesitas del Colegio, ni siquiera sabía quiénes eran los grandes chefs y solo conocía los ingredientes locales. Así fue como comenzamos con técnicas, recetas familiares y el producto de la región. Sin darme cuenta estaba dándole valor a lo que yo me servía en casa. Pienso que se puede comer rico rescatando la identidad y sintiendo orgullo por los productos que nacen en la zona”.
Al igual que su comida, Jennifer está libre de pretensiones y egos, por tal razón afirma que se siente a la par con el agricultor, con el proveedor, con la cocinera de la plaza de mercado, “todos estamos trabajando por un bienestar común: alimentar con lo que sabemos y lo que hemos aprendido a través de la historia de nuestras cocinas”, asegura. El mayor obstáculo o dificultad que ha encontrado en el oficio es lograr que las personas locales se arriesguen a probar cosas nuevas y que se sientan orgullosas de los productos que les da la tierra y que, además, les den el valor que les corresponde.
Durante su proceso de creatividad nos cuenta que ella se imagina los sabores y hace combinaciones en la cabeza y que luego a punta de ensayo y error salen sabores increíbles. Se la juega el todo por el todo, se arriesga. Algunos de sus platos los ha literalmente soñado, otros vienen de conversar con los abuelos y amigos, pero siempre busca trabajar y mezclar los ingredientes que le gustan. Tal vez por esto y porque su comida, servida en ese pueblo rodeado de cafetales, cultivos de moras y más, es que su restaurante suena tanto. “Cuando la gente viene se encuentra con un lugar rodeado de paisajes y sienten el olor a campo que les trae recuerdos. Con los sabores buscamos que sean muy de casa, muy de abuela, muy colombiano, usando solo condimentos naturales. En cada cucharada transmitimos emociones”.
Le encantan el sabor y el aroma de la cebolla larga rehogándose, el cilantro de tierra o cimarrón es su ingrediente esencial, no cambia por nada un chicharrón cervecero con papas de paquete, pero eso sí, advierte, que sean de sabor a pollo cuando se trata de pecar, porque valga aclarar que es muy disciplinada con el ejercicio. De última cena quisiera un buen sancocho de gallina.
ÁLEX SALGADO
Hace 37 años nació en Manizales este economista de profesión, pero cocinero de vocación y pasión. Como buen manizalita es gran conversador y contador de historias. El tiempo no pasa cuando habla de su amor por la cocina, por los sabores colombianos y del recorrido e investigación que ha hecho aprendiendo y entendiendo nuestra tradición culinaria. “Cocino porque en mi casa siempre se le ha hecho un homenaje a la cocina. Mi abuela era una gran cocinera y todos sus sabores y esencia quedaron impregnados en mí”. Creció en una familia donde el ritual de compartir y disfrutar la mesa era muy importante. Es autodidacta y su aprendizaje se da a través de viajes, libros y probando y utilizando ingredientes locales.
Al referirse al futuro de la gastronomía del país afirma que se está regresando a lo esencial, a lo básico, a través de nuestras raíces y productos, “estamos volviendo a lo que se cocinaba antes, que era con mucha conciencia, pero ahora lo hacemos innovando en técnicas, presentación y cocciones”. A través de su oficio como cocinero busca generar reflexiones, respeto por el producto, el productor y nuestra cultura. Asegura que la cocina toca los sentidos y las emociones, y si se hace con ingredientes que, por ejemplo, vienen de un sector vulnerable, utilizando técnicas ancestrales y, además, esto se le cuenta al comensal, se comenzará a generar un reconocimiento y orgullo por lo colombiano. “Soy un cocinero enamorado de lo que hago, un generador de cambios a través de la cocina, ya que esta va más allá de servir un plato rico y bonito, sino que también trasciende y toca lo social, lo histórico, lo cultural”.
El restaurante de Álex se llama Ocio y queda en Bogotá. En este los clientes se encuentran con una gran cantidad de sabores, que pasan de los ácidos a los agridulces y los picantes. Lleno de frutas colombianas, de colores y muchas historias y regiones del país. “Nuestras cocciones son lentas, prolongadas como las de las abuelas, nos tomamos el tiempo en cada plato sin necesidad de otros elementos más allá que el fuego, el amor y la paciencia”. A Álex lo podemos definir como un estudioso cocinero, un intelectual de los fogones, ya que parte de su tiempo la dedica a lo que él llama la “Etnogastronomía” que, en resumen, lo define como el estudio del alimento y la interrelación entre los seres humanos y etnias, con el uso y el aprovechamiento de los productos. De no ser cocinero se hubiera ido por la fotografía, uno de sus platos preferidos y mayor pecado es el arroz con huevo y le encantaría que su última cena fuera un sudado, pero cocinado por su abuela.
JAIME DAVID RODRÍGUEZ
Nació en Muzo, Boyacá, tiene 28 años y cuenta con más de diez años de experiencia en los fogones, ya que su madre, quien ha sido su fuente de inspiración y vocación, tiene una casa de eventos en la que él desde muy chico ayudó. “Mi primera escuela fue mi mamá”, confiesa. Estudió profesionalmente en el Sena y luego de trabajar con grandes como Luis Forero y Jorge Rausch en su restaurante El Gobernador en Cartagena, decidió, a mediados del mes pasado, aventurarse y buscar nuevos rumbos en el País Vasco, en España, para aprender y cocinar en el restaurante Akelarre.
De lo que ha vivido ahí dice: “Es impresionante el respeto por el producto y por el cocinero, quiero llenarme de esta experiencia para regresar a Cartagena a montar un lugar de cocina del Caribe contemporáneo”. No es conformista, no se queda quieto, por el contrario, vive leyendo, actualizándose y ensayando nuevas recetas y técnicas con ingredientes colombianos. Este año representó a Colombia en Madrid Fusión, uno de los eventos gastronómicos más importantes del mundo, con una ponencia en la que hizo tributo a la cultura gastronómica colombiana, interpretándola por medio de un menú que llamó: “Colombia, nueve pasos de realismo mágico”.
Una de sus iniciativas ha sido mostrar la riqueza del país. Se le llena la boca hablando de la variedad de productos que se dan en esta tierra fértil, “hay que concientizar a las personas de nuestro tesoro gastronómico”. Ve un futuro creciente en la gastronomía colombiana y dice que nos estamos posicionando como una cocina que tiene con qué y que puede formar parte de la escena mundial. Para que esto se logre, considera que es clave que los jóvenes cocineros del país comiencen a mostrar lo nuestro, no solo en sus cocinas, sino cuando viajan al exterior. No es sorpresa para nadie que grandes chefs de talla mundial están llegando a ver qué es lo que está pasando en Colombia, y para él, esto es signo de que estamos atravesando por un momento importante y que hay que aprovecharlo para dar un golpe y lograr lo que ellos tanto sueñan: dar a conocer nuestros sabores y riqueza.
Al momento de crear sus recetas se inspira en la cocina popular, la comida de la calle y la de las plazas de mercado. Disfruta viajar por carretera y meterse a comer en las casas de las personas en los pueblos y en las cocinas de los restaurantes. Su obsesión es comprender las técnicas y por esta razón compra muchos libros de cocina. Es un perfeccionista dedicado, que mira con lupa los ingredientes colombianos que más le gustan, con el fin de entenderlos, decodificarlos y analizarlos buscando transformarlos para crear sabores evocadores de nuestra tradición. Y si bien la vanguardia y la modernidad le mueven el piso, no descuida lo aprendido en casa, como las carnes, que aún las marina como lo hace su madre. “Trato de mantener la tradición de nuestros sabores, pero evolucionando en la presentación y la técnica. Muchas personas cuando prueban mis platos se trasladan a la niñez, como por ejemplo con mi merengón, mi cocada y la receta con mango biche…”.
Asegura que si no hubiera sido cocinero, hubiera sido cocinero. “No haría bien ninguna otra cosa, en el colegio me fue mal en todo. Aunque a veces cuando estoy montando un plato y miro su estética pienso que quizás hubiera sido diseñador”. No tiene duda en responder que de última cena quisiera la lasaña con pollo y champiñones que cocina su mamá.

PABLO RAVASSA
Este talentoso y joven empresario de la gastronomía nacional tiene 30 años y nació en Cali. Cuando se graduó del colegio quería estudiar cine y para esto viajó a España, en plena revolución gastronómica de ese país, justo cuando la revista Time había incluido al chef Ferran Adrià en la lista como una de las 10 personas más influyentes e innovadoras en el mundo. Esto y el hecho de que creció con los sabores de su abuela, de quien afirma fue una gran cocinera, y que por demás le inculcó el amor por la cocina, hicieron que le diera un giro a sus objetivos académicos, entendiendo y sintiendo que lo que realmente quería era estudiar cocina. Al momento de hablar sobre hacia dónde cree que va la gastronomía colombiana dice: “Somos privilegiados no solo por la materia prima, sino por el capital humano con el que se puede trabajar y a partir de ahí podremos generar desarrollo e investigación. Tenemos la obligación de cuidar nuestro patrimonio en términos de riqueza vegetal y animal para poder pensar en un futuro”.
Pablo, a pesar de su corta edad, habla y piensa con mucha certeza y experiencia sobre su rol dentro de la industria gastronómica: “Soy un joven empresario que está generando trabajo responsable, consciente y que aporta al desarrollo. Aspiro a materializar ideas de impacto que contribuyan con la evolución culinaria del país y la región”. Es consciente y agradece el trabajo de las otras generaciones que han abierto las puertas y han logrado poner a la cocina colombiana dentro del mapa mundial, y por eso asegura que ahora es mucho más fácil proponer. En su restaurante La Guacharaca, en Cali, ofrece cocina latinoamericana y mediterránea con una fuerte inclinación por los productos y las recetas locales.
Para crear sus recetas piensa en los dos mercados, como él dice, la plaza y lo que el cliente quiere. Las ideas las encuentra en el arte, ya que su papá es pintor. La inspiración llega también del paisaje de los farallones, de los ríos del valle, de los montes del Cauca, del mar y la selva. Tal vez por eso, por tener una conexión tan fuerte con la tierra, con la naturaleza y con el medioambiente es que sus sabores favoritos vienen del trópico: como el mango biche, la papaya, los peces del Pacífico y el néctar de las flores.
Le hubiera gustado ser actor de cine, si no se hubiera dedicado a la cocina. Su mayor delirio es la torta de chocolate y le encantaría comer en su última cena ostras y champagne.

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